Irlanda del Norte, la Calzada del Gigante

Joan Biosca y Mercè Criado

La verdad es que Belfast no me acogió de muy buen humor, tuve dos días de cielos plomizos, ese tipo de días tan odiosos en los que ni llueve, ni luce el sol, ni diluvia, ni hace frío, ni calor. Esos días grises y anodinos que a algunos sólo nos sirve para apelmazar los sentidos. Paseé junto a los muros que continúan dividiendo barrios, sentimientos y pasiones. Murallas de hormigón rematadas por espinos. Monumentos a la estupidez humana. Belfast, con sus calles adornadas de pinturas de confrontación y sus interiores vestidos de ánimo y alegría ante el presente y el futuro, se mostraba dual. Tan dual como resultaría toda la costa noreste. A ratos descarnada abriéndose al Atlántico y a ratos encerrada en sí misma en playas y recovecos costeros que reclaman silencio para poder ser disfrutados y, un poco, aprehendidos.

 

 

La mañana de mi partida de Belfast la naturaleza decidió hacerme un regalo. Llovía a mares. Por fin el cielo panza de burra se había decidido a hablar. Me eché a la carretera con más alegría e inconsciencia de la necesaria cuando a uno le han cambiado el volante de sitio y todos los coches parecen circular en dirección contraria. Creo que tras mis ruedas resonaba un eco de improperios lanzados por cuantos conductores tuvieron la desgracia de cruzarse conmigo los primeros días de viaje, a todos ellos, mis más sentidas disculpas.

La ruta que se extiende desde Belfast hasta las cercanías de Londonderry, es una carretera que discurre sinuosa arañando playas y acantilados. Por el camino hacia la “Calzada del Gigante” había un paisaje por descubrir y un mar omnipresente. Este es un territorio que se ondula en el interior y estalla en la costa, desplomándose hacia el mar, fundiendo el verde de los prados con el de las algas; uniendo el olor del estiércol con el de las olas.

El castillo de Carrickfergus, del que el pueblo tomó el nombre, -o puede que fuese al revés- invitaba a un alto, mucho más teniendo en cuenta que la meteorología había decidido poner un paréntesis y abrirle el telón a un sol que, engañosamente, parecía recién llegado del mediterráneo. La ubicación del castillo normando mejor conservado de Irlanda era inmejorable: volcado sobre el puerto, una plaza fuerte con mucho olor de pólvora en sus muros, miraba hacia el puerto y cerraba el paso a antiguos invasores. El castillo –a pesar de su avanzada edad-  luce contundente en el espacio que ocupa; su granito rojo proclamaba su presencia bajo el sol del atardecer, y aunque la visita a su interior no reviste apenas interés, sí merece la pena hacer un alto en el camino y darse una vuelta por el espigón que encierra el pequeño puerto,  en el que se entretienen los pescadores de caña y se afanan los patrones de los veleros sacando lustre a sus barcos. Dejamos atrás los muñecos falleros que armados y uniformados de época simulaban vigilar las almenas del ilustre Carrickfergus Castle, y, con un sol que se había vuelto tímido presagiando el inminente otoño, iniciamos el peregrinaje por las estrechas carreteras que serpentean a lo largo de la costa noreste de Irlanda.


Whitehead acaba casi antes de haber comenzado. Y, de no ser porque la carretera termina en la entrada de un minúsculo club náutico, uno podría pasar la población de largo sin haber tomado consciencia de su existencia. Así son muchos pueblos en estas costas. Pequeños, silenciosos, recogidos en sí mismos. Pueblos que cuando uno los pasea sin rumbo, porque simplemente no hay ningún rumbo que tomar, despierta la curiosidad de los habitantes y, si se penetra en los santuarios de sus pequeñas tabernas, descubre una ciudadanía ávida por entablar conversación y por compartir charla y risas con cualquiera que se acode en la barra a tomar una negra cerveza del país o una sidra.


La ruta estaba decidida y sólo despistes ocasionales me hacían variar la dirección, siempre para acabar tropezando con algún acantilado que, a veces, encerraba una bahía que se perdía en la bruma o un pueblo agazapado a la sombra de las rocas, que encerraba en sus entrañas un insignificante embarcadero que siempre parecía fuera de contexto en el amplio vacío que le rodeaba. Paisajes que hacían pensar en contrabandos a la luz de la luna y en naufragios frente a faros apagados, pecios que permitían la supervivencia en épocas en que la hambruna hizo poblar América de inmigrantes irlandeses. Tal vez por ello estas tierras están empapadas de cierta melancolía, que sólo desaparece cuando se tropieza con algún vestigio de millares de años de antigüedad, de las épocas en que los celtas se enseñoreaban de estas tierras y desafiaban fieramente a cuantos intrusos osaban desembarcar en las vírgenes playas de un litoral cuajado de leyendas que se pierden en la noche de los tiempos, en las brumas del pasado.


En estas tierras los pueblos juegan al escondite y en BallyGalley descubrimos, a la sombra de un acantilado, un pueblo que se estira a lo largo de una mansa playa. Daba la espalda al viento del norte y enfrentada, al otro extremo de la bahía de Whiteparks, con una de las playas más espectaculares de este litoral. La fina llovizna y el mar adormilado le conferían a este espacio un cierto aspecto de irrealidad. El portón que encerraba la bahía, -que había que franquear para acceder al santuario ecológico- ayudaban a darle esa pátina imprescindible que tienen los lugares que, milagrosamente, han conseguido pasar desapercibidos a las especulaciones urbanísticas y a las catástrofes medioambientales. Abandoné el lugar sintiendo cierta tristeza en la piel. La llovizna había empapado mi ropa y mojado la cámara. Tal vez estuve más absorto ante la grandeza del paisaje de lo recomendable si se pretende no acabar el día con un resfriado y el alma helada. Pero no pude evitar un pensamiento derrotista cuando se me coló la idea de que lugares como Whitepark forman parte de un cada vez más pequeño catálogo de maravillas pendientes de ser masacradas.

 

Algo más al norte, en Carrick-a-Rede, -uno de los lugares más visitados del país- se empieza a tomar conciencia de que estamos viajando por un país en el que las tradiciones y las leyendas, la realidad y la fantasía se funden y amalgaman con pasmosa serenidad y naturalidad. Un puente colgante que se balancea sobre las olas a 25 metros de altura, -uniendo tierra firme con un islote- se ha convertido en el lugar de peregrinaje preferido por millares de irlandeses y turistas. Afirman que puentes similares a este eran utilizados en el pasado por los pescadores de salmón, que aprovechaban la migración de los peces desde el océano hacia las costas y los ríos que deben remontar para el desove, para pescarlos en las zonas en que los animales se amontonaban. Uno de esos corredores se encuentra bajo las corrientes y las olas que baten estos islotes. La lucha por la supervivencia de humanos y peces está escrita en las cuerdas que soportan las tablas del puente y en las rocas que de una isla a otra aún parecen esconder los ecos de los gritos de unos hombres que se jugaban la vida por mantenerla; y que, curiosamente, tanto se parecía a la propia naturaleza de los salmones que capturaban. Hoy, Carrick-a-Rede, es lugar de visita obligada. Uno de esos espacios que hay que pasear con calma, olvidando pasado y presente y disfrutar,  -con todos los sentidos- el bramido del mar, el ulular del viento, el cimbrear del puente y el verde hiriente de la vegetación en contraste con las rojizas rocas y el profundo azul de océano.

 

The Giants Causeway, La Calzada del Gigante, ya hace presagiar algo inusual apenas se abandona el coche en el gran aparcamiento anexo a los edificios de recepción, información, tienda, cafetería, etc… Una vez se cruza el último vestigio de civilización -en forma de cartel indicador de las rutas alternativas que los excursionistas pueden tomar- se penetra en un paisaje que parece querer abrazar a los visitantes y llevarlos de paseo por un entorno estremecedor. El sendero que escogimos se desplomaba suavemente hacia el interior de una bahía, describía una amplia curva y descendía, cortado a pico, por la verde ladera. En los dos extremos del camino, a lo lejos, los imponentes acantilados rojizos se enseñoreaban del paisaje, como encerrando el tesoro que aguardaba junto a las aguas tranquilas del océano.  


El sol ya declinaba cuando llegamos a la impresionante concentración de columnas de piedra que dan fama y recrean la leyenda de un gigante celoso. 40.000 columnas hexagonales que nacen al borde de un acantilado y se pierden mar adentro en dirección a las cercanas costas escocesas. La ciencia cuenta que un formidable cataclismo volcánico ocurrido hace unos 60 millones de años, y que afectó desde Irlanda hasta la lejana Islandia, conformó este paisaje. La leyenda es mucho más romántica… Y habiendo leyendas, ¿Quién necesita explicaciones científicas para saborear un paisaje? Finn McCool era un gigante un tanto iracundo, al parecer le gustaba pavonearse y no perdía ocasión en retar a cualquier otro congénere. Con esa personalidad, y tratándose de un gigante, no debería sorprender a nadie que un buen día, al enterarse de la existencia de un rival con la misma fama de pendenciero que él mismo, un tal Benandonner, que vivía en la cercana Escocia, decidiese el hombre construir una calzada de piedra que cruzase el mar. Dicho y hecho. Lo malo fue que cuando de dos zancadas se plantó en Escocia, descubrió que el gigante escocés le doblaba en altura y músculos, con lo que Finn, que era chuleta pero no tonto, dio la vuelta y corrió a refugiarse tras las faldas de su esposa… Que, como no, tuvo que sacarle las castañas del fuego echándole imaginación y tretas femeninas para compensar los excesos de testosterona de su marido…  Otras leyendas sobre Finn, cuentan todo lo contrario y afirman que el gigante construyó el camino oceánico para secuestrar a una doncella; incluso hay otra historia que narra que el gigante era el jefe de los ejércitos del rey de Irlanda… qué más da. Al fin y al cabo las leyendas, los cuentos, están para ser saboreados en los lugares en los que residen y, por más que me esfuerce, desde éstas páginas nadie conseguirá oír la ronca respiración de Finn McCool mientras rebufaba construyendo columna tras columna, hasta apilar las 40.000 que lo llevaron a Escocia. Hay que estar en aquel paisaje al atardecer, cuando el sol se esconde tras los acantilados y, entonces, igual que lo oí yo, se puede, entre el rumor de las olas, escuchar los bufidos de un gigante con demasiado amor propio.


Dejamos atrás la mítica calzada y nos encaminamos, pegados a la costa, algo más al oeste, en dirección al cercano puerto de Portrush. Pocos kilómetros antes de esta población hay una inexcusable parada en un rincón de la carretera. El castillo de Dunluce que, encaramado en lo alto de un promontorio -volcado sobre el mar- exhibe con altanería sus decrépitos muros. Tuve ocasión de ver los escasos restos del castillo tres veces y tres veces fueron las que quedé extasiado. Al anochecer, mientras el sol se escondía tras las ruinas; un amanecer neblinoso en el que la llovizna enturbiaba el paisaje y, finalmente, una noche mientras la luna ejercía de vigía de las carcomidas almenas. Los restos decrépitos del formidable castillo parecen tambalearse al borde del acantilado y, como ocurre con tanta frecuencia en Irlanda, la historia oficial me pareció anodina en comparación a lo que reclama la imaginación ante la vista de la silueta semiderruida del magnífico edificio que, casi 500 años después de su edificación y con cinco siglos de tribulaciones empapando sus murallas, ha quedado amalgamado en el paisaje hasta formar parte de los farallones que se despeñan hacia el océano y los prados en los que sestean las lanudas ovejas de esta región.


Irlanda es una tierra de tradiciones ancestrales e historias milenarias, una isla para ser navegada pausadamente, dejando que el aroma de otros tiempos nos empape y nos embruje. Un lugar hecho para ser saboreado a la luz de amarillentas bombillas con una jarra de cerveza negra en la mano y el calor de una estufa en la que arden mansamente mazacotes de turba. Irlanda del Norte no requiere calificativos, sólo necesita tiempo para disfrutarla como merecen los lugares que silenciosamente siguen existiendo a caballo de dos realidades, el pasado y el presente.

como ir        más info