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Noruega
Sognefjord, donde el mar y la montaña juegan al escondite

Joan Biosca

En el horizonte, una fina línea de luz anaranjada indicaba el sol poniente. El cielo había estado encapotado todo el día, regalándonos a intervalos un ligero chaparrón. Desde el porche de la cabaña disfrutaba del atardecer y la suavidad del clima de la isla de Fosnavag. Las tablas del embarcadero brillaban bajo una capa de lluvia mientras las lanchas amarradas apenas oscilaban sobre las quietas aguas. Frente a mí se encerraba una pequeña bahía que parecía camuflarse en forma de lago. El ambiguo paisaje que contemplaba no dejaba de sorprenderme a pesar de que ya llevaba unos días por Sognefjord, donde el mar y la montaña juegan al escondite.

 

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En cuanto abandoné el pequeño aeropuerto de Alesund tuve la sensación de que entraba  en una región que está a medio camino de la obra de la naturaleza y de la ingeniería. El aeropuerto está situado en una isla y la ciudad anclada en otra, ambas unidas por un largo túnel que, a tramos, discurre bajo el mar. Alesund -la ciudad más importante de esta zona de Noruega- se asienta sobre dos islas unidas por un puente. Esta ciudad ejemplariza hasta que punto los noruegos viven volcados al mar.

Cuando eché el primer vistazo al mapa de la comarca no pude evitar un escalofrío. Las líneas que indicaban las carreteras se retorcían en direcciones imposibles. Lo mismo cruzaban el mar -uniendo dos islas- que desaparecían abruptamente en el perfil costero de un extremo del brazo del fiordo; la ingeniería unía el galimatías geográfico que se desplegaba ante mí. Las estrechas y sinuosas carreteras, con su estricta limitación de velocidad a 60 Km/h., permitían disfrutar de un paisaje primitivo y salvaje en el que, a cada momento, constataba la íntima relación que los noruegos tienen con el mar y con los espacios naturales.

Este es un país que asume el aislamiento como una parte básica de su personalidad. No es difícil -en este entorno- tropezar con una escuela sólo accesible con lancha, con un supermercado en el que el aparcamiento ha sido sustituido por un embarcadero, o con algunas casas de madera, literalmente, colgadas sobre el mar. Casas dispersas por los lugares más solitarios, recónditos embarcaderos, senderos que se pierden entre bosques y acantilados o, incluso,  minúsculos pueblos que a regañadientes salpican la geografía, nos hablan del embrujo que los noruegos sienten por la naturaleza salvaje y la placidez de la soledad buscada.

 En la terraza de la cabaña en Fosnavag, mientras la lluvia emborronaba la bahía, pensaba en los días pasados recorriendo aquel litoral. Y en como, sin darme cuenta, me había atrapado el espíritu de la región. Mientras la urgencia del reloj me indicaba la necesidad de salir hacia el aeropuerto, ya añoraba aquel banco de madera en el que me sentaba y las luces de las casas marcando el límite del horizonte; echaba de menos los bosques silenciosos arropados por el mar y los elocuentes silencios de los pescadores noruegos. Aquella noche me despedí de las islas y los fiordos con la sospecha de que, tal vez, me había dejado cautivar por el sortilegio de un duende. Quien sabe, a fin de cuentas esta es la tierra de los trolls y la cuna de los arcanos cuentos infantiles de nuestra infancia.

 

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