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'Viajar sin urgencias'
Exposición de carteles antiguos de medios de transporte


Un amigo mío sostiene que las únicas formas civilizadas de viajar que perduran en el siglo XXI son: a pie y en tren, y ésta última con la salvedad de los trenes de Alta Velocidad. Para él, viajar es un ritual romántico no exento de grandes dosis de liturgia. Viaja con el espíritu onírico de lo que él piensa que eran los viajes en tiempos pasados: trenes con máquinas de vapor que dejaban tras de sí una estela de polvo de carbón; barcos con las cubiertas forradas de madera de teca y las pasarelas repletas de viajeros que, mientras fumaban una pipa envueltos en una manta, leían enormes volúmenes de literatura clásica; aviones que necesitan cuatro escalas y dos días para alcanzar un destino a sólo 1.000 kilómetros de distancia; diligencias que paraban cada 35 kilómetros para cambiar de caballos y para que los pasajeros gozasen de la hospitalidad de las casas de postas. Mi amigo habla de los medios de locomoción en los tiempos pasados con la pasión que sólo puede tener quien viaja, siempre que puede, en la clase Business y se aloja en hoteles de marca internacional.

Mi amigo es un soñador de salón. Estoy seguro de ello y así se lo remarco cada vez que me abre su santuario: dos voluminosas carpetas en las que atesora los cálices de su pasión decimonónica. Una maravillosa colección de carteles publicitarios de viajes. Para mi amigo, la magia de los viajes se extinguió cuando en el cielo se tatuaron las primeras estelas de los aviones de propulsión a chorro -así los llama él todavía-. En las ocasiones en que hemos compartido viaje, lo observo mientras factura su maleta de plástico duro y me sonrío por el inefable comentario que sistemáticamente hace apenas cruza las puertas del aeropuerto. Ese comentario sobre la velocidad, la urgencia de los viajes, la incoherencia de salir por la mañana de Barcelona, comer a medio día en París y estar de regreso en Barcelona para la cena. Podrías ir a París en tren, me dice, parando en todas las estaciones, bajando a estirar las piernas cada pocas horas, esperando otro tren, acarreando tu baúl de cartón de un lado a otro… Me equivoqué de siglo, suele decir para zanjar la cuestión. Podrías viajar en barco comercial, parando en doce puertos, en lugar de cruzar el mediterráneo en un avión. Me equivoqué de siglo, vuelve a insistir.

No sé si uno puede tener la opción de equivocarse de siglo. Me temo que no, al menos no acepto la posibilidad de este error electivo. Sin embargo, debo reconocer que cada vez que paso unas horas mirando la colección de carteles de mi amigo algún virus me penetra en los poros, y paso unos días buscando viejas películas de viajes y exploraciones. Me extravió con Mogambo o Las minas del rey Salomón. Me pierdo en literaturas viajeras escritas en tiempos añejos y biografías de exploradores de bigotes engominados, salacot y corbata perfectamente planchada. Desgraciadamente, por más que lo intento, no consigo imaginarme a mí mismo viajando durante dos semanas para llegar a Marrakech montado en los lomos de un borrico. Creo que mi amigo sí. Aunque él, como yo, no asumiría un viaje tan “romántico” aunque pudiese.

En cuestión viajera, el romanticismo se ha perdido. Pero sólo ese romanticismo que se puede imaginar cómodamente sentado en una butaca de clase Business. El romanticismo viajero, como tantos otros romanticismos, únicamente es agradable si pertenece al mundo de la imaginación y uno puede saborearlos desde la comodidad del siglo XXI, por más que muchas veces nos fastidien las urgencias. Cada vez que mi amigo me abre su colección de carteles, no puedo dejar de sentir añoranza por lo que no conocí y, al mismo tiempo, pensar en cómo serán las colecciones de carteles publicitarios de viajes en el siglo XXIII y qué pensarán los ciudadanos del futuro sobre cómo debían ser los viajes en el caduco siglo XXI, cuando se necesitaban 7 horas para ir desde París a Nueva York y la ciudadanía tenía que reservar plaza con anticipación para tener un asiento en uno de aquellos vetustos artefactos que ‘por aquél entonces' cruzaban el cielo a paso de tortuga.

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