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Egeo turco, la cuna de occidente

Reportaje de Joan Biosca y Mercè Criado

 

Como fin de viaje el decorado no podía ser más adecuado. El dorado sol poniente se reflejaba en las piedras de las gradas del teatro de Pamukkale. El amplio paisaje que se divisaba desde la última fila hacia volar la imaginación hacia los tiempos en que el aforo se llenaba de aficionados a la lírica y, como en aquel momento, esperaban a la puesta del sol para -una vez iluminado el escenario con antorchas- disfrutar de una representación refrescados por la brisa vespertina que llegaba del lejano Egeo. Ese mar omnipresente en las leyendas y tradiciones de Europa, el mismo que navegaron los que escribieron las primeras letras de nuestra historia.

 

Izmir, la puerta del Egeo

Izmir es una ciudad acostumbrada a vivir con el alma en vilo. La asolaron ejércitos y terremotos, y la reconstruyeron y refundaron dos de los personajes más singulares de la historia: Alejandro Magno y el emperador Marco Aurelio. Asentada entre colinas y abierta al Egeo en una basta y abrigada bahía que simula no tener salida hacia el mar abierto; la cuna de Homero es hoy una ciudad moderna y occidentalizada que no por ello ha perdido sus raíces orientales y la pasión por la vida al aire libre.

El Malecón del Pasaporte es el lugar que mejor resume el espíritu de esta populosa ciudad. Bullicioso, cuajado de ciudadanos que pasean, pescan o fuman un narguile junto al mar. Este es un paseo pespunteado de restaurantes y cafeterías en los que tomar una cerveza fría o cenar un estupendo pescado a la parrilla; una avenida que, a la puesta del sol, es el lugar perfecto para reconocer en el entorno inmediato la dualidad del país. El espíritu de modernidad de una Turquía confrontada a dos continentes, un país que es puerta de Asia y de Europa y en el que las tradiciones seculares se amalgaman en buena armonía con esa globalización que lo sobrepasa todo. La mirada puesta en el futuro y el corazón en lo añejo.

Si sólo contemplamos Izmir desde este paseo no nos abandonará la sensación de hallarnos en una ciudad mediterránea, moderna y tan europea como pueda serlo cualquier metrópoli de otros litorales más cercanos. Para encontrar la esencia asiática de esta antigua ciudad hay que perderse en el corazón del barrio viejo, allí donde confluyen las callejuelas de trazado sinuoso que conforman el Gran Bazar y desde él sumergirnos en las entrañas del karanvansai de Kizlarağasi, el lugar que fue punto de reposo de las caravanas que recorrían la ruta de la seda. Hoy es lugar de encuentro de turistas con ansias de descubrir las esencias de Izmir y ciudadanos que no quieren dejarse atrapar por las urgencias de un futuro que está demasiado presente.

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BERGAMA

La antigua Pérgamo es el mayor y más importante centro arqueológico de Turquía y, de sus piedras, sigue emanando el aire de singularidad que poseyó en la época en que el afán de ser la ciudad más culta del mundo la llevó a la cumbre y a la catástrofe. Las pasiones perjudicaron a esta ciudad tanto como la ennoblecieron. Conquistada por Alejandro y, a su muerte, heredada por uno de sus generales, la ciudad no conoció el inicio de su verdadero esplendor hasta que llegó a manos Eumenes II. Así, bajo el gobierno de un sátrapa con inquietudes culturales la ciudad creció y expandió su influencia llegando -con su biblioteca de más de 200.000 volúmenes- a desafiar la hegemonía cultural de Alejandría. La gran biblioteca representaba tráfico de intelectuales, de influencias y de dinero, algo que Cleopatra no estaba dispuesta a consentir, así que ordenó el embargo comercial del papiro, imprescindible hasta aquel momento para la confección de libros. Este hecho catastrófico llevó a los científicos de Pérgamo a descubrir un elemento básico para comprender la historia del mundo tal como es en el siglo XXI: El pergamino, que sirvió para popularizar y difundir con más facilidad el pensamiento y, de paso, a terminar con el monopolio egipcio.

Si el general más brillante de la historia fue su conquistador, debemos a la pasión y la testosterona de otro general la caída en picado de Pérgamo. Marco Antonio mandó saquear la ciudad, embarcó todos los libros de su biblioteca y se los regaló a su amada, la inefable y, afirman, sensual Cleopatra. Quiso Marco Antonio con ello paliar en algo la pérdida de la incendiada biblioteca de Alejandría que, según dicen las malas lenguas, fue convertida en una pira con el beneplácito de los prócers de Pérgamo, que no querían olvidar la afrenta de haberse vistos privados de la materia prima que más amaban, el papiro. Pérgamo, pergamino, Alejandro, Marco Antonio, Cleopatra… Muchos mitos para tan poco espacio. No es de extrañar que las piedras de la vieja ciudad sean tan elocuentes en su silencio.

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ÇESME     

La costa de la península de Çesme está cuajada de pequeños pueblos. La mayor parte de ellos son insulsas estaciones balnearias que en plena temporada estallan en la policromía y el bullicio propio de las ciudades que viven volcadas en el turismo. Pero también hay poblaciones discretas, aferradas a bahías profundas y abrigadas, como Dalyan, un pequeño pueblo pesquero al norte de Çeşme que presume de disponer de algunos de los mejores restaurantes de pescado de la región.

Çesme, la capital de la comarca, situada apenas a 85 km. al oeste de Izmir, me sorprendió en sus calles interiores, allí donde el turista es recibido como un amigo y no se le rinde la pleitesía de las avenidas arrimadas al mar. Me sorprendió cómo, a pesar de las multitudes de turistas que invaden sus calles en la alta temporada, aún mantenían los ojos brillantes y la sonrisa dispuesta. Mis pasos tomaron la iniciativa y exploraron las interioridades de un pueblo que, como quien no quiere la cosa, continúa manteniendo una forma de vida que parece anclada en un pasado más relajado, en el que las urgencias no existen y lo que cuenta es poder tomarse un vaso de té con los amigos de siempre o, por qué no, compartir un café con los desconocidos que acaban de aparecer en el callejón y que no lo abandonarán sin sentirse un poco habitantes del barrio, un poco clientes de la panadería, un poco parroquianos de la cafetería o usuarios de la tienda de especias. Çesme tiene el espíritu indomable de aquellas ciudades que saben mirar de frente el presente sin olvidar la riqueza ancestral de su pasado.

 

ÉFESO

Quiso la mala suerte que, a pesar del madrugón al que me sometí aquel día, alcanzase las ruinas de Éfeso a la misma hora que el sol llegaba a su cenit. Había planeado un paseo tranquilo al amanecer y no me quedó más remedio que compartir el importante yacimiento arqueológico con una miríada de turistas. Es lo que tiene de malo compartir la jornada con un tipo que afirma ser Guía de Turismo y apenas alcanza la talla de vendedor de humo.

Hace 3.000 años en las calles de Éfeso se mezclaban marineros y peregrinos de los confines del mundo conocido. El sonido de las lenguas llegadas de costas lejanas, los cultos a los dioses protectores de cada cual, los abigarrados mercados con productos exóticos procedentes de Egipto o Siria, los esclavos de Nubia, el vino de Iberia… Todo confluía en estas calles de una forma tan caótica como aquella mañana de primavera en la que las avenidas de mármol recibían las sandalias procedentes de Japón o las chanclas de Francia. El caos debía ser muy similar, aunque a mi parecer mucho menos romántico. Es lo que tiene la historia cuando se la sublima demasiado y se acaba pensando que aquellas calles fueron pisadas, exclusivamente, por los hombres que prácticamente inventaron la arquitectura, proclamaron las primeras frases del pensamiento filosófico que ha llegado hasta nuestros días o exploraron el universo matemático que aún hoy es de vital importancia para nosotros, y se olvida que la mayor parte de los 200.000 habitantes eran analfabetos, que muchos sobrevivían a fuerza de alquilar sus servicios como mercenarios y que los mercados de esclavos tenían un lugar preferente en la zona comercial.

Hoy Éfeso apenas es un recuerdo de lo que fue, pero si se entrecierran los ojos se puede imaginar el esplendor de los días de gala en el Odeón, donde también se reunía el concejo municipal, o el bullicio de la Vía Curetes, la señorial avenida que desembocaba en la plaza central, frente al edificio de la biblioteca de Celso, una de las mayores de la época. Desde allí nacía la Vía Sagrada, que llegaba hasta el monumental teatro, con una capacidad de 25.000 espectadores. A la puerta del Gran Teatro nacía la mayor avenida de la ciudad, la Vía Arcadia, que bajaba desde el ágora hacia el puerto flanqueada por docenas de columnas y un curioso sistema de iluminación que la convertían en el alma de Éfeso. Esta gran avenida comercial moría, o nacía, en el puerto, verdadero motor de una de las ciudades más impresionantes de la historia. El mar se retiró hace siglos, abandonó la ciudad poco a poco y, como ocurrió con otras poblaciones jónicas de la zona -Priene, Mileto o Didima-, al acabar el tráfico marítimo murió la ciudad. De igual modo murió mi paciencia con el vendedor de humo disfrazado de guía turístico que me había amargado la jornada. Allí quedó, en la explanada del caótico aparcamiento de la zona arqueológica. Supongo que allí debe seguir; recitando sus incoherentes discursos memorizados sobre la que fue una de las mayores capitales del mundo antiguo.

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PRIENNE

Con el cambio de guía me sentí como jugando a la ruleta rusa. Pero esta vez el destino puso en mi camino uno de los mejores guías de turismo de los que he tenido oportunidad de conocer en mi vida viajera.

Apenas amanecía cuando desde la estrecha carretera pude ver, como un faro en lo alto de una colina, el perfil de las columnas del templo de Atenea de Prienne que, enmarcado por el monte Mykale, se erguía como en su época de mayor esplendor, enseñoreándose del paisaje con el valle del río Menderes a sus pies. El mar se hallaba a casi diez kilómetros de distancia, nada indicaba que dos mil años atrás ésta fuese una importante capital costera que brillaba con luz propia en el centro del universo conocido. Faltaban más de tres horas para que la zona arqueológica abriese sus puertas, pero gracias al impecable trabajo de Mustafha Ataişikcius, nuestro guía, tuvimos paso franco a una hora en que el aire aún olía a resina de pino y el canto de los pájaros era lo único que rompía el silencio. Ascendimos lentamente hacia lo alto del promontorio disfrutando de una atmósfera embriagadora con sabor a historia y dulce aroma de pasado.

Dos mil años atrás los griegos construyeron esta ciudad y desde ella tomaron el poder económico de una basta zona del Egeo. En sus dos puertos amarraban naves procedentes de los confines del mediterráneo, que en la época era tanto como decir: del mundo. En su Odeón se dictaban leyes y se especulaba con el comercio internacional. Su templo, pintado de brillantes colores y dedicado a Atenea, estaba estratégicamente situado en lo alto de la ciudad para atraer y garantizar el flujo de peregrinos, caravanas, comerciantes y consignatarias navieras, logrando con ello una formidable marea de oro y poder hacia la ciudad. Tras los muros de piedra de las casas respiraba una ciudad pujante e influyente, aupada por la importancia de sus abigarrados puertos y la protección de su omnipresente diosa.

Hoy las dársenas ya no existen, ni siquiera el mar forma parte del horizonte de la bella Prienne. La costa poco a poco abandonó el paisaje de la ciudad y Prienne inició una vertiginosa caída hacia el olvido. Ahora sólo quedan las piedras para emitir un leve murmullo de la grandeza de la que fue, y para mí aún sigue siendo, una de las ciudades más bellas del Egeo. Que más da que sus calles estén cubiertas de agujas de pino, y que de sus mercados no surja el tufo del pescado ni la algarabía de tripulaciones ebrias de mar y vino de Anatolia. Prienne sigue conservando, en la atmósfera, la grandeza que tuvo dos mil años atrás.

 

KUŞADASI

Kuşadasi es una pequeña y simpática población costera que no ha perdido del todo el encanto de los viejos pueblos litorales. Aunque está enfajada por un cinturón de modernos apartamentos, en su casco antiguo todavía es posible disfrutar del ambiente que atesoran las pequeñas poblaciones cuando muchos de sus habitantes siguen viviendo como si las hordas turísticas no tuviesen nada que ver con ellos. Claro que hay docenas de cervecerías y alguna incluso está especializada en timar turistas de paso, pero eso no es lo habitual y, junto al bar hediondo e impersonal, uno puede encontrar una simpática cafetería repleta de parroquianos jugando al backgamon en la que pasar unas horas charlando de lo humano y lo divino a la sombra de una parra. En el puerto el caos de amarres nos habla de la personalidad del país en el que nos encontramos… Pequeñas barcas de pesca apoyan sus maderos contra las bordas de relucientes veleros de fibra y, en la bocana del puerto, jugando a las perspectivas imposibles, podemos enfrentar nuestra mirada con algún trasatlántico de lujo que da la impresión de estar más que atracado, encajonado entre las piedras del malecón.  Kuşadasi es un respiro de presente para compensar la abrumadora historia de esta costa.

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MILETO

Muy cerca de la pujante Kuşadasi, escondida entre colinas, se encuentran las ruinas de Mileto. Las pocas piedras que quedan de esta ciudad apenas representan un suspiro de la importante ciudad portuaria que fue. Grabados representando delfines nos hablan del embarcadero desde el que partían hacia todo el Mediterráneo las trirremes abarrotadas de productos comerciales. Algunos mojones desperdigados y unas pocas losas de mármol nos susurran los ecos del pasado junto al templo del Delpineon, del que se conservan unas pocas columnas. La amplia plaza que le enmarca era el lugar de encuentro y comercio de la ciudadanía. Allí confluían sacerdotes y peregrinos, comerciantes y esclavos, marineros y meretrices. Griterío y bullicio donde ahora sólo hay silencio y croar de sapos. Entre dos colinas, la naturaleza ha conservado el aire de una pequeña cala en la que el mar desapareció, pero que permite, a poca imaginación que uno tenga, suponer los barcos entrando y saliendo de la abrigada dársena, aunque el mar esté hoy tan lejos que algunos turistas no acaban de creer que se encuentran en el centro de la que fue la más importante ciudad portuaria de la zona. El paso de los siglos no le han sentado bien a Mileto, y uno no puede dejar de sentir cierta desazón cuando abandona el lugar y observa el silencio que se ha apoderado del teatro que una vez albergó 25.000 espectadores.

 

BODRUM

Bodrum es, sin ninguna duda, la ciudad más interesante de la costa del Egeo turco. Aunque esté llena de esnobs y los aguafiestas la declaren alma gemela de Marbella. Los esnobs son evitables, y es público y notorio que a los aguafiestas no hay que hacerles ningún caso. Bodrum se estira a lo largo de dos bahías abrigadas por unas bajas colinas que las enfajan y, en invierno, las protegen de los fríos vientos continentales. Descubrí la belleza de esta ciudad desde lo alto de una de las colinas un atardecer en el que el sol se demoró largos minutos antes de desaparecer por el horizonte y hundirse en el mar.

Aquella noche no pude disfrutar del paseo marítimo, ni del animado ambiente nocturno de que goza la población, pero a la mañana siguiente pude resarcirme y vagué interminables horas por pantalanes y callejones. Atisbé el interior de goletas que harían palidecer de envidia al más curtido navegante, y me asomé a los cercanos astilleros donde, a fuerza de serrucho y tablas ensambladas a mano, se construyen pacientemente los barcos de madera con más solera de cuantos se fabrican en este lado del mundo. Goletas de un palo, de dos… Siempre de madera, siempre con ese aire de haber navegado por tres océanos antes incluso de haber salido del astillero.

Bodrum tiene sangre marinera. Se estira a la sombra del histórico Castillo de San Pedro que la protegió durante siglos y cuyas piedras nos cuentan que por allí pasaron fenicios, asirios, cartagineses, griegos, romanos, cruzados, árabes… En el casco antiguo de la población, las callejuelas sombreadas por parras, los tranquilos cafés y los modestos y bajos edificios que conforman el centro, hacen que esta ciudad te capture sin posibilidad de escape. En su puerto se alternan ajados barcos de pesca con relucientes goletas. En su skylilne se recortan minaretes y almenas bizantinas. En sus entrañas sigue respirando el mismo aire intemporal que debieron disfrutar aquellos que lograron tomar las murallas de su fortaleza y poseyeron, aunque fuese por un breve espacio de tiempo, la propiedad del maravilloso paisaje que la abraza.

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EL TEMPLO DE APOLO

Cerca de Bodrum, en Didyma, el Templo de Apolo nos indica la importancia que la religión tenía en aquellos tiempos. En este yacimiento -que en su época también contaba con un pequeño puerto-, descubrimos la residencia de un dios al cuidado de numerosos sacerdotes, únicos residentes en el lugar y, cómo no… Por el principal reclamo y razón económica de la existencia de tan majestuoso lugar: el Oráculo, que competía con el no menos famoso de Delphos. No es posible ni recomendable abandonar la zona sin visitar este lugar. En él se guarda una de los relieves más impactantes de cuantos podemos disfrutar en Turquía, la Cabeza de Medusa que, con sus cabellos de serpientes, afirmaban que podía fulminar con su mirada. Hoy en día Medusa ya no asusta a nadie, ni siquiera el Oráculo sería tomado en serio. Pero la visión de los restos de uno de los edificios más impresionantes del mundo sí que deja a los visitantes sin palabras. La magnífica construcción mide cien metros de largo por cincuenta de ancho y llegó a estar flanqueado por 120 columnas de dimensiones colosales. Sus gigantescas columnas dan la bienvenida e invitan a perder la razón imaginando las dimensiones que debía tener la estructura en su pleno apogeo y el estado de trance en que debían quedar, ante su visión, los peregrinos que llegaban hasta el cercano embarcadero.                                                                             

Cuando llegué a Pamukkale puede decirse que me sentía abrumado por la historia, e inquieto al pensar que la tierra que había estado pisando los últimos días y el mar que había navegado eran la cuna de la civilización occidental. Tal vez por eso no disfruté demasiado del paseo por las calizas piscinas que han situado a Pamukkale en el mapa. La masiva presencia de turistas holgazaneando en ellas me pareció aterradora. Cumplí con el ritual de sumergirme unos minutos en las aguas curativas y rápidamente salí hacia las cercanas colinas, lejos del ruido del presente, buscando en lo más alto del teatro griego la paz que echaba de menos. El sol declinaba, demorándose perezosamente en el amplio paisaje que se perdía hacia Anatolia y en vano esperé la voz de un actor iniciando el primer acto de una obra de teatro que, seguramente, se perdió en el tiempo.


 

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